El mal y su personificación suprema, el Diablo, también son protagonistas de muchas historias y supersticiones populares.
El diablo santiagueño es Súpay, que
puede adoptar diversas formas o aspectos: desde el Duende Sombre rudo de las
siestas infantiles, al joven bello y rico de las jóvenes casaderas, pasando por
el famoso “huaira muñoj”, turbulento remolino del Malo.
Su hábitat natural es el monte, y allí
se encuentra su más pavorosa corporización: el Toro-Súpay. La imaginación
santiagueña lo ve como un toro negro, de grandes fauces salvajes, gruesos
dientes y ojos que estallan en mil chispas de fuego. La mayoría de la gente no
lo ha visto, pero en la quietud de la noche sin luna, dicen haber oído el
resonar vibrante de sus pezuñas y el bufido tenebroso de sus fauces sedientas
de sangre.
Es creencia popular que el Toro Supáy
anda cuando ha pactado con algún campesino del lugar. El desdichado llevado por
la avaricia, accede a darle su alma y su cuerpo, a cambio de nutrida hacienda y
pródigas cosechas. Este secreto se evidencia a voces a la muerte del avaro: no
solo desaparece su cuerpo de la sepultura, sino también toda su hacienda mal
habida.
Las abuelas de las niñas casaderas
nunca dejan de recordarles los males que el Súpay les puede acarrear: Les
cuentan que hace mucho tiempo, un joven y enamorado matrimonio vivía en el
monte. Era tan tierna y dulce la esposa como trabajador y afectuoso su hombre.
Un día, al ver Súpay la belleza de la mujer, la deseo para sí. Entonces
transformado en un hermoso mancebo tocado de ricas vestimentas, costoso apero y
bello caballo negro, hasta ella. La donosa al ver tan hermosa aparición quedó
prendada de su belleza. Súpay le dio una cita: esa misma noche una ave nocturna
la guiaría hacía él. La pobre mujer, embelesada ante la perspectiva de estar
entre sus brazos, acudió presta. Antes de partir Súpay le dijo que iría aun
lugar donde sólo hallarían placer, pero que antes debía dejar sus bellos ojos
en una ollita mágica. No debía preocuparse - le dijo-, al volver lo hallaría
más negros y brillantes. Y así, con la cuenca de los ojos totalmente vacía,
ella lo siguió.
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