miércoles, 23 de octubre de 2013

Leyendas Negras--El Supay



El mal y su personificación suprema, el Diablo, también son protagonistas de muchas historias y supersticiones populares.

El diablo santiagueño es Súpay, que puede adoptar diversas formas o aspectos: desde el Duende Sombre rudo de las siestas infantiles, al joven bello y rico de las jóvenes casaderas, pasando por el famoso “huaira muñoj”, turbulento remolino del Malo.
Su hábitat natural es el monte, y allí se encuentra su más pavorosa corporización: el Toro-Súpay. La imaginación santiagueña lo ve como un toro negro, de grandes fauces salvajes, gruesos dientes y ojos que estallan en mil chispas de fuego. La mayoría de la gente no lo ha visto, pero en la quietud de la noche sin luna, dicen haber oído el resonar vibrante de sus pezuñas y el bufido tenebroso de sus fauces sedientas de sangre.
Es creencia popular que el Toro Supáy anda cuando ha pactado con algún campesino del lugar. El desdichado llevado por la avaricia, accede a darle su alma y su cuerpo, a cambio de nutrida hacienda y pródigas cosechas. Este secreto se evidencia a voces a la muerte del avaro: no solo desaparece su cuerpo de la sepultura, sino también toda su hacienda mal habida.
Las abuelas de las niñas casaderas nunca dejan de recordarles los males que el Súpay les puede acarrear: Les cuentan que hace mucho tiempo, un joven y enamorado matrimonio vivía en el monte. Era tan tierna y dulce la esposa como trabajador y afectuoso su hombre. Un día, al ver Súpay la belleza de la mujer, la deseo para sí. Entonces transformado en un hermoso mancebo tocado de ricas vestimentas, costoso apero y bello caballo negro, hasta ella. La donosa al ver tan hermosa aparición quedó prendada de su belleza. Súpay le dio una cita: esa misma noche una ave nocturna la guiaría hacía él. La pobre mujer, embelesada ante la perspectiva de estar entre sus brazos, acudió presta. Antes de partir Súpay le dijo que iría aun lugar donde sólo hallarían placer, pero que antes debía dejar sus bellos ojos en una ollita mágica. No debía preocuparse - le dijo-, al volver lo hallaría más negros y brillantes. Y así, con la cuenca de los ojos totalmente vacía, ella lo siguió.

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